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Los pájaros amigos
Josep María de Sagarra
UNAS PALABRAS
PARA COMENZAR
A veces, cuando vais por el campo y os tropezáis con un pájaro que echa a volar al oír vuestros pasos, seguro que de improviso sentís un respingo de alegría por los adentros al ver a la criatura tan delicada y fina que os ha hecho abrir bien los ojos.Pero con toda seguridad, también, que a muchos de vosotros os ha malaconsejado el demonio. y habéis pensado: «¡Lástima de escopeta!»,o, por lo menos, «¡Lástima no tener una piedra que te rompa las alas!».
Y este vicio, este deseo de atrapar viva o muerta la criatura que no os ha hecho daño alguno, es uno de los vicios más negros y más extendidos por nuestra tierra; y la culpa, justo es reconocerlo, no es siempre vuestra.
Porque, aunque de pequeños se nos ha dicho que hemos de querer a nuestros padres y que es pecado robar y hacer daño a nuestros hermanos, no se nos ha dicho lo suficiente ni se nos ha hecho entender lo suficiente la necesidad y el deber que tenemos de respetar a los pájaros.
Si el muchacho que al salir de la escuela se encuentra por el camino un nido bien oculto entre las ramas de un arbusto, y lo coge y se lo lleva a casa, supiese todo el daño que hace,estoy seguro de que dejaría en paz el nido y se guardaría de tocarlo como se guarda de escaldarse.
Muchas veces pensamos que nosotros, los hombres, lo hemos hecho todo. y que no necesitamos los servicios de las criaturas que Dios ha puesto en la tierra para ayudarnos.¡Y pobres de nosotros, y pobres de nuestros campos, si no hubiese pájaros en el mundo!
Mirad ese trozo de huerta, con cuatro coles y cuatro escarolas: ¿creéis que con tres golpes de azada y tres riegos, y despejándolo un poco de hierbas, y dejándolo después a la buena de Dios, nuestras verduras camparían tan contentas? ¿Creéis que sin los pájaros, que a veces espantáis a pedradas y a quienes robáis los pollos, las tomateras que habéis plantado y que habéis cuidado os llegarían sanas y frescas al tiempo de la cosecha?
Y quien dice del trozo de tierra dice de los campos y las viñas, y de los frutales y olivares, y de toda clase de bosques, pues cada tipo de cultivo tiene sus especies de aves que lo defienden.
Y allí donde habéis plantado un árbol y levantado una casa, sin que vosotros los llaméis, acuden los pájaros, y os dicen piando y cantando: «¡Ya estamos aquí! Aunque tú no nos lo agradezcas,venimos a servirte y seremos tus mejores amigos!».
Si todo el mundo, al ver un pajarillo del bosque, lo saludase como a un hermano y a un amigo a quien debemos muchas cosas, no diré yo que le saltaría encima y le acariciaría rozándole con sus alas; pero, al menos, estoy seguro de que no escaparía despavorido y que pasaría como en los países donde se les respeta más que en nuestra tierra y donde los pájaros de los grandes jardines públicos no se mueven de los pies de la chiquillería, ni tienen miedo de la gente.
Es verdad, por desgracia, que a la naturaleza de la infancia se ligan y avienen ciertos instintos de crueldad contra las bestias del campo.
Pero estos instintos y estas malquerencias proceden siempre de un descuido, de una falta de atención por parte de los mayores, pues si a los niños se les enseñara el amor a los pájaros, sabrían amarlos de una manera más viva.Porque el amor a los pájaros es un sentimiento que concuerda con el alma de los niños, más dulce, más tierna y más sensible a todas las pequeñas cosas; a las cosas llenas de encanto y gracia que llenan nuestros valles y nuestras montañas,y rodean nuestras casas de campo y vienen hasta el corazón de nuestras ciudades. Y, entre las co sas llenas de encanto, no hay duda de que los pájaros cantores y voladores se llevan la palma.
Dado que en el alma de los niños es donde adquieren siempre más calidez las delicadas maravillas de la naturaleza, es para todos, pero singularmente para los niños de nuestra tierra, para quienes se ha escrito este librito, donde procuraremos contemplar a los pájaros y hacer su elogio. v daremos un paseo por nuestros campos, y nos entretendremos en considerar un poco aquellas especies de pájaros que están más cerca de nosotros y que con mejor voluntad son nuestros amigos y benefactores.
CONTEMPLACIÓN Y ELOGIO
DE LOS PÁJAROS
¡Mirad, encima de aquella ramita de granado,
qué cosa más ligera y más fina, que no para ni un
momento de moverse y saltar de un lado a otro!
Fijaos bien: ahora ya ha volado y está encima del
ciruelo; ahora se ha posado en la tierra; ahora
vuelve a volar ramas arriba. ¿Os dais cuenta de
que no puede estar ni un instante quieto? Es una
curruca cahecinegra, uno de esos pájaros de los
arbustos que en las huertas y en los jardines no
*
faltan nunca cuando llega el tiempo de la primavera.
Observad ese pájaro, y observad todos los pájaros, y la primera cosa que os sorprenderá es la
necesidad que tienen de moverse.
Para un pájaro, vivir quiere decir volar; quiere
decir ir siempre de aquí para allá. Los pájaros
son activos, son diligentes, son ligeros, en mayor
medida que el resto de las criaturas.
Alguna vez habréis oído decir de alguien que
corre mucho que «va más ligero que un gamo».
¡Claro que van ligeros los gamos, los zorros y las
liebres cuando los persiguen los perros! ¡Por su-
puesto que son inquietos la ardilla y el lirón! Pero,
¿cómo comparar la agilidad de esas bestias de
cuatro patas con la agilidad de un pájaro?
El movimiento, en los pájaros, es rápido y preci-
so. Y enseguida comprenderéis que, para que un
animal cualquiera pueda moverse de una mane-
ra perfecta, midiendo las grandes y las peque-
ñas distancias, los saltos, los vuelos cortos, los
grandes descensos y los vuelos rápidos, necesita
tener en muy buen estado, y desarrollado de una
manera finísima y precisa, el sentido que gobier-
na los movimientos, el sentido que mide y aproxima
las distancias: y ese sentido es el sentido de
la vista. Un hombre que no vea, o que apenas
vea, os parecerá siempre que camina a tientas y
tropezando; y aunque vaya despacio está expuesto
a todo tipo de caídas. Pues imaginaos a los pá-
jaros, que saltan y vuelan, y suben y bajan, y
vuelan deprisa y al momento vuelan suavemente,
y todo con una rapidez estremecedora... imagi-
naos qué clase de ojos han de tener para no equi-
vocarse y para no hacer un movimiento en falso.
Por eso el sentido de la vista es el primero y el
más importante de todos, cuando se trata de
pájaros.
Pensad que esos jilgueros y esos pinzones tan
pequeños y tan poca cosa tienen la vista mucho
más fina que vosotros mismos.
¿Alguna vez os habéis parado un momento a
meditar mi poco el qu é y el cómo de esas dos almen-
dras lucientes y nerviosísimas que llamamos los
ojos y que todos tenemos debajo de la frente, y
que Santa Lucía nos conserve muchos años?
¿Os habéis fijado en esas maquinitas, tan bien
hechas y tan hermosas, que se beben la luz y las
imágenes que nos rodean, y que nos sirven para
conocer la forma y el color de las cosas?
¡Qué contentos y satisfechos estamos de nues-
tros ojos! Pero pensad que, a medida que las cosas
se alejan, nuestros ojos las pierden de vista, y se
hacen borrosas hasta llegar a desaparecer del
todo.
Entonces cogemos los telescopios que sirven
para mirar las estrellas y para precisar las cosas
a gran distancia; y como por una especie de mi-
lagro, nuestros ojos se combinan con las lentes y
llegan a ver a un hombre encima de una monta-
ña como si estuviera a cuatro pasos.
¿Y si os dijera que los ojos de los pájaros son
tan precisos que, sin lentes de ningún tipo, ven
más lejos aún que nosotros con los telescopios y
los prismáticos?, ¿si os dijera que esa maquinita
de nuestros ojos, tan perfecta y tan bien acabada,
no es nada en comparación con la maquinita de
los ojos de los pájaros?
Resulta que los pájaros tienen los ojos, pro-
porcionalmente, mucho más grandes que noso-
tros. Poseen una especie de cortinilla transparente
pegada a la parte externa del ojo, que les
permite hacer más grande o más pequeño el
círculo de la pupila, y sus ojos, por dentro, están
dispuestos con más complicaciones que los nues-
tros. Y, así, un pájaro no necesita prismáticos
ni aparatos de ningún tipo porque ya los lleva
de nacimiento en sus propios ojos sin que le estorben.
¿Habéis visto alguna vez a un gavilán, o a un
águila, cazando? ¿Os habéis fijado cómo se lan-
zan rápidamente al suelo como si fuesen balas?
¡Si supieseis que un gavilán, cuando parece talmen-
te que nade y se cierna en las grandes alturas,
cuando lo vemos como una manchita negra, puede
vernos a nosotros perfectamente, con pelos y seña-
les! Y no sólo nos ve a nosotros, sino que ve a una
lagartija, e incluso a un escarabajo, que se mue-
van en el suelo.
*
Y por eso se lanza con esa rapidez y precisión,
y atrapa al escarabajo con el pico, y vuelve a re-
montarse a esas alturas prodigiosas donde lo perdemos de vista.
Ya veis lo exactos y delicados que son los ojos
de los pájaros, y cómo nos equivocamos cuando
pensamos que nadie puede igualarnos en los sen-
tidos y facultades que tenemos para conocer las
cosas.
Nosotros, los hombres, apoyamos los pies en el
suelo; los otros animales que tienen la máquina
del cuerpo más parecida a la nuestra, y que se
llaman mamíferos porque dan de mamar a sus
crias cuando nacen, no sólo apoyan los pies, sino
que apoyan pies y manos, o, si queréis, las cua-
tro patas. La tierra es nuestro elemento: no pode-
mos movernos de la tierra porque el aire no nos
aguantaría.
¡Cuántas veces, tumbados en un prado o en
un rastrojo, boca arriba y mirando al cielo, nos
han entrado deseos de volar por los aires, de
escondernos dentro del húmedo algodón de las
nubes!
¡Cuántas veces nos han dado envidia los pája-
ros que se elevan, como si tal cosa, sin esforzar-
se ni sufrir mucho ni poco, con esa seguridad y
esa gracia de movimiento de las alas!
De la misma manera que nuestro elemento es
la tierra, el elemento de los pájaros es el aire.
Todas nuestras facultades y nuestros sentidos se
ha n desarrollado para adaptarse a la tierra; en
cambio, el pájaro, que es el señor de los aires,
está todo él hecho a propósito y debidamente dis-
puesto para esa clase de vida de los grandes vuelos y las grandes alturas.
El hombre, que es un animal lleno de ingenio e
inteligencia, ha inventado los aparatos llamados
termómetros y barómetros para informarse del
calor y del frío. de si el aire es ligero o pesado, de
si viene buen tiempo o se aproxima la lluvia.
Los pájaros no necesitan en absoluto ese tipo de
utensilios para darse cuenta de los más pequeños
cambios de temperatura, para adivinar las tormen
tas, para saber si el viento viene de tramontana,
de levante o de poniente. Las gentes del campo y de
la costa, que han vivido muchos años encarados al
cielo y la tierra, os contarán y os dirán de corazón
esas cosas del viento y de las tempestades observando
únicamente las bandadas de pájaros. ¿No os ha-
béis fijado que las golondrinas cuando barruntan
lluvia vuelan bajas, muy bajas , casi a ras de suelo?
Un día paseábamos, en un bote, bordeando la
costa ampurdanesa, y oímos que pasaban altos
una clase de pájaros que tenían un piar extraño.
Yo pregunté al marinero que iba con nosotros
cómo se llamaban; y me contestó: «Aquí los
llamamos gargalers, porque cuando cantan de
esa manera es que tendremos gargal».
El pájaro ve el mundo de forma muy diferente
la nuestra. Para él no hay fronteras ni limitaciones:
en su ojillo tiene la gran imagen de las mon-
tañas y de las llanuras. ¿Os habéis percatado de
que cuando se quiere pintar un pueblecito como
si íuese visto desde muy arriba, con todas las casas
y tierras a su alrededor, o cuando la pintura lo
es de una gran ciudad con todas las calles, se llama
una vista de pájaro?
Para el pájaro no hay distancias de ninguna
clase: en dos segundos se va de una punta a otra
de la montaña. Un hombre con buenas piernas.
para hacerlo, necesitaría dos o tres horas.
Pensad en un zorro, un conejo o una liebre:
por muy andarines que sean, nunca podrán ir
más allá de los valles o las montañas donde nacie-
ron; y los pájaros atraviesan el mar y van de punta
a punta del mundo.
Estos grandes viajes de los pájaros son una de
las cosas más interesantes y más serias de su vida.
Casi todos los pájaros, cuando apunta la prima-
vera, sienten una especie de impaciencia por
dentro, un malestar que los obliga a cambiar de
tierra,
Este hecho, que se llama la migración de las
aves, parece que está obligado y decidido por di-
versos motivos. Los más importantes son: el frío,
el hambre y la obsesión por ir a construir el nido
y poner los huevos.
Cuando apuntan los fríos y las humedades, mu-
chos de los pajarillos que cantan por nuestros
paisajes comienzan a perder la voz y a sentirse
alicaídos, y del poco sol no sacan provecho alguno.
Es el tiempo en que las mariposas y los abejorros,
y las moscas y los mosquitos, y las mariquitas y
los escarabajos de toda ralea, y los saltamontes
y las mantis, y los caballitos del diablo y los gusa-
nos, y las arañas y las chinches verdes, y toda esa
multitud de bichitos que, si por un lado adornan
el campo, también hacen más daño a nuestras
cosechas que un pedrisco seco, empiezan a esca-
sear y van muriendo y desapareciendo poquito a
poco.
Entonces el pájaro anda vendido en medio de
los campos, y para cazar una lombriz o una chin-
che verde ha de pasar trabajos y penalidades.
Cuando esto sucede, los pájaros de la misma espe-
cie se van congregando hasta que se reúnen en
grandes grupos, a veces de centenares y de miles.
Los padres van acompañados de sus vastagos, y
parece que unos con otros tengan largas conver-
saciones, y que se digan que aquel fresco y aque-
lla falta de alimento ya no puede aguantarse, y
que es preciso hacer los preparativos para el gran
viaje allende el mar, hacia las tierras soleadas,
donde el frío no sea tan vivo y queden unas cuantas
docenas de gusanos que hagan trabajar el pico
y que espabilen los ojos.
Y he aquí que comienzan a revolotear, como si
quisieran entrenar las alas y la voluntad, para
ver si todo está a punto y si todo está sincroni-
zado. Y, por fin, se lanzan al gran viaje, con jor-
nadas más largas o más cortas, en bandos apreta-
dos o en cuadrillas reducidas, según su especie y
su fuerza.
Las aves acuáticas hacen buena parte de su
viaje siguiendo el curso de los ríos; hay otras
que van peonando; otras se elevan por encima
de la nubes con una fuerza de vuelo que espanta,
sin cansarse nunca y sin que nosotros podamos
verlas.
Cuando llega este tiempo de las migraciones, es
tan grande la querencia de ciertos pájaros, que se
dan casos sorprendentes, como, por ejemplo, el
caso de las codornices. En ocasiones veis, en una
jaula de juncos, en casa del herrero o en la taberna,
una codorniz de esas que todo el día están can-
tando: «Set per vuit, set per vuit» y no hay quien
las pare. Pues pensad que muchas de esas pobres
codornices enjauladas, cuando oyen a las otras
codornices que les dicen: «¡Adiós! ¡Nos vamos a
los países del sur! ¡Adiós!», les entra un desaso-
siego tan grande, que empiezan a darse golpes en
la cabeza y a hacerse sangre, y muchas se mueren
de los golpes v de la tristeza que les invade.
¡Considerad, en ese tiempo maravilloso del viaje,
si os gustaría poder seguir a las bandadas pia
doras, y ver tantas tierras,
y volar tan alto, e ir
dejando atrás pueblo tras pueblo y montaña tras
montaña, e ir observando cómo cambia el tono de
los verdes y el tono parduzco de las tierras, y ver
allá abajo, muy lejos, los campanarios y los teja-
dos, y los ríos como anguilas argentadas!
Los pájaros, sin ningún esfuerzo, sin ningún pe-
ligro, obedeciendo al instinto y a las facultades que
les dio Nuestro Señor, cruzan el cielo como si tal
cosa, sin necesitar esos aparatos enormes llamados
aeroplanos donde se suben unos hombres valien-
tes que muchas veces pierden en ellos la vida.
Los grandes viajes de los pájaros siempre obe-
decen a un ritmo especial. Después del viaje se de-
tienen en un lugar determinado y no se mueven
de aquellos alrededores. Son pocas las especies
de aves que todo el año deambulan de un lado a
otro sin hostal ni parada fija. Estos divagantes
suelen ser los gavilanes, los milanos, los ratone-
ros y otras aves de presa, que hacen como los ban-
didos y los salteadores de caminos, que no tienen
oficio ni beneficio y siempre están dispuestos a
asaltar, y se os llevan lo mismo un palomo del
palomar que una gallina del corral, y, cuando
han hecho una de las suyas, huyen, volando hacia
otros lugares a probar fortuna.
Y, ahora que estamos enfrascados en la ala-
banza de las facultades y excelencias de los ani-
males de pluma, nos vendrá como anillo al dedo
hablar del oído y del canto de los pájaros, que es
una de las cosas más dulces del mundo.
El
pájaro tiene un oído muy sutil, no sólo para
escuchar todos los ruidos y estar pendiente de
todos los peligros, sino para apreciar la delica-
deza y variedad del sonido, y tejer, punto a pun-
to. sus exquisitos gorjeos.
Son tan perfectos el oído y la garganta de algu-
nos pájaros que, siendo tan diferentes como son
de nosotros, hasta pueden imitar nuestra voz y
nuestras palabras, como hacen las cotorras y los
papagayos, y algunas urracas y estorninos adies
trados.
El pájaro escucha el murmullo de los insectos
entre los matorrales, los rumores del agua, el
toque de las campanas y las canciones de la gente
del campo; y todo eso le sirve y le enseña a decir
sus sentimientos en esas retahílas que nos llenan
el corazón y que son el alma y la música natural
de las espesuras y de las riberas.
Resulta muy curioso observar que en los paí-
ses donde el hombre ha alcanzado un grado más
alto de civilización y de cultura, allí donde la vida
y el trabajo están ordenados y las tareas del cam-
po se hacen siguiendo la natural armonía de las
necesidades humanas v el camino de las estacio-
nes, en esos lugares, el canto del pájaro es más
rico en variedad y dulzura. En cambio, en los
países tropicales, los de las junglas llenas de ani-
males salvajes y de hombres primitivos, donde
las estaciones son de una gran violencia y la vida
es desordenada, el canto de los pájaros parece un
grito o un gruñido sin gracia ninguna.
Cuando veis algunos de esos pobres animales
disecados que tienen una cola dorada como un
velo de princesa, v el vientre de color de fuego, y
la cresta de un verde que deslumbra, y lo miráis
como si fuera una cosa de otro mundo, y pensáis
en los cantos y trinos que ha de lanzar desde lo
alto de esos árboles de madera preciosa, os equi-
vocáis completamente. La mayoría de estos pája-
ros esplendorosos de África o de las Américas, o
de las islas del oro y de los diamantes, si los oye-
rais cantar os causarían una desilusión; estos pája-
ros a lo sumo roncan como una corneja, o emiten
una especie de maullido como de gata rabiosa.
En cambio, cuando vais por vuestros campos
y oís esas cuatro gotitas de música fresca que os
abren de par en par los oídos, mirad encima de
una rama, y... ¿qué veis en ella? No encontraréis
ningún ave del paraíso, ni ningún ruiseñor con
cola de esmeralda, ni un verderón con cresta de
fuego, sino que encontraréis a una triste curruca,
o a un pinzón nostálgico con un vestidito de plu-
mas sencillas, de un color medio ceniciento, me-
dio aceituna madura.
Una cosa muy importante de la voz de los pája-
ros es su fuerza prodigiosa: ni los rugidos del león,
ni los aullidos desesperados del lobo, ni el más
salvaje gruñido de las fieras del desierto, igualan
la potencia de la voz aguda y musical de los pá
jaros.
Para hacernos de ella una idea aproximada,
pensad en cómo a veces somos advertidos de la
presencia de un gran bando de aves aun cuando
no nos es posible descubrirlo con la vista.
Muy a menudo llega al fondo de los valles el
grito de un cuervo o de una chova, cuando, des-
pues de mucho mirar, a lo sumo podemos apre-
ciar lina manchita negra como un mosquito más
allá de las nubes.
Las ocas, las grullas y las cigüeñas, esas aves
que vuelan a mil metros de altura (adonde no llega
nuestra vista), hacen llegar a nuestros oídos su
griterío que escuchamos de una manera perfecta.
Ahora considerad si ha de tener fuerza la voz
de los pájaros, teniendo en cuenta que en las gran-
des alturas de su vuelo el aire es escaso y todos
los elementos que los rodean dificultan la propa-
gación de los sonidos. Ya sabemos que a ras de
suelo, allí donde rugen y gritan las fieras, sucede
todo lo contrario.
El canto de los pájaros, según las épocas del
año, tiene más matices y variedades, y en el tiempo
de la crianza y los enamoramientos es cuando la
canción resulta más dulce.
El ruiseñor, que ha sido reconocido y admira-
do siempre como el pájaro que más sabe de notas
y pone más sentimiento en sus canciones, cuando
llega hasta nosotros para dar comienzo a las tareas
de la cría, apenas si canta. Mientras construye el
nido va probando su voz, como los músicos de la
banda prueban y soplan los instrumentos antes
de iniciar la sardana.
Cuando la hembra empieza a poner los huevos,
entonces el ruiseñor deja escapar sus primeros gorjeos;
y, cuando llega el tiempo de incubarlos, se
pasa la noche sin dormir, cantando sin parar, como
un desesperado, cada vez con una voz más rica v
más cálida, como si en ella se mezclasen todos los
perfumes y las gracias de la tierra en esos días de
mayo y junio que son los días más intensos del año.
Una vez han nacido los polluelos, y cuando empie-
zan a campar por sí mismos, el canto del ruiseñor
se va empobreciendo, y acaba por convertirse en un
gemido ronco y sin gracia como el canto de las ranas.
Y no es solamente la primavera la que anima a
cantar a los pájaros: el petirrojo, ese animalillo
tan amigo de nuestros campos, cuando ve que los
demás pájaros huyen, entonces el se pone a can-
tar dulcemente, siguiendo el surco de los arados
y animando los barbechos y las ramas, que se des-
nudan poco a poco y que, de verdes que son en
verano, luego se vuelven amarillas y después del
color del cobre, hasta quedar limpias y peladas
bajo el frío vivísimo del cielo invernal.
Y como el petirrojo, lo hacen las cogujadas, las
totovías, las terreras y otros pajarillos, que no
abandonan nunca las masías ni los campos de
labor, y realizan esos vuelos cortos tan llenos
de gracia, y dejan ir un canto triste, medio de cascabel y medio de flauta.
¡Ya veis lo previsores que son y como piensan
en todo! Los que se van dejan sus canciones a los
que se quedan; porque el campo daría mucha lás-
tima si no se escuchase en él ese piar de los pájaros que nos llega al alma.
Los pájaros que se zambullen, nadan, se ele-
van, se deslizan y se abandonan en el aire. como
si el aire fuese agua o una sustancia más pesada.
sin miedo a caer ni a perder la orientación, si
hacen todos esos movimientos del vuelo, tan deli-
cados y tan maravillosos, pensad que es porque
su cuerpo es una máquina construida a propósito,
como nunca nadie se imaginaría nada que
pudiera aproximarse a ella.
Pensad, primero, que el cuerpo del pájaro es
como una barquita: que el pecho es la proa, y el
vientre y la rabadilla son la popa; que la cola hace
de timón, y las alas hacen de remos y de velas
según les convenga hogar o ir a trapo, como hacen
los marineros en el mar.
Y, ahora que tenemos los aeroplanos, fijaos que
son como una especie de pajarracos rígidos,
que no pueden mover las alas ni la cola, y, cuan-
do se les estropea esa gran maquinaria que les da
el movimiento, caen al suelo rotos en cincuenta
trozos, como si fueran un pájaro al que, mien-
tras vuela, se le parase el corazón.
Las cosas principales que hav en el pájaro para
que pueda flotar en el aire son: en primer lugar.
!a longitud y la construcción de las alas y la cola.
con la hilera de plumas, todas ellas tan bien pues-
tas y tan ajustadas para sostenerse y pelear contra
el viento; en segundo lugar, el peso de sus hue-
sos, que están vacíos por dentro y se parecen a
la tierra minada por las hormigas. Además, los
pájaros tienen dentro de la caja torácica unos
depósitos llamados sacos aéreos, que ellos lle-
nan de aire y que les ayudan a ser más ligeros
todavía.
Por lo que respecta a todo lo que corresponde
a los alimentos y a la comida y a la mucha o poca
longevidad, en los pájaros se ven cosas muy di-
ferentes. Hay pájaros que comen carne, y pájaros-
ros que comen grano, y pájaros que comen gu-
sanos y bocados deliciosos como las libélulas y las
mariposas.
Los pájaros que comen carne tienen un estómago
mucho más sencillo que los otros, porque la
carne cuesta poco de digerir. Los pájaros que
comen grano tienen los intestinos más largos y
poseen molleja, que es una especie de estómago
duro como una piedra que sirve para machacar
los granos; porque el pájaro se lo traga todo en-
tero, y en el pico no tiene dientes para masticar,
y solo puede romper los alimentos de una forma
muy basta. Es muy curioso observar que ciertos
pájaros que comen granos se tragan de cuando
en cuando algunas piedrecitas. Estas piedrecitas
se les van colocando en el estomago tan duro que
tienen, y les ayudan a moler el grano como si fue-
sen unos dientes y unas muelas.
Los pájaros, en general, son limpios y aseados,
y no se atiborran ni son golosos, ni huelen a co-
mida, como otros muchos animales. Beben el
agua graciosamente, y, levantando la cabecita,
se la echan garganta abajo.
Los pájaros que comen grano se dan una maña
especial para dejar las cascaras enteras y no des-
perdiciar ni el más diminuto trozo de comida,
cosa que demuestra lo ahorradores que son y lo
bien educados que están. A todos los pájaros que
se alimentan de semillas les gusta mucho la hoja
verde, porque les refresca y tonifica.
El alimento preferido por la mayoría de los pája-
ros de nuestros campos son los insectos que echan
a perder las cosechas: y cuantos más pájaros haya
y más hambre tengan, más tranquilas se encuen-
tran las raíces de las plantas. Pensad que por cada
melocotón picoteado o por cada ciruela medio
comida hay miles de orugas y escarabajos, y todo
tipo de gusanos de tierra, que hacen más daño a
las higueras y a todos los frutales y a todas las
legumbres que el conjunto más nutrido de ban-
dadas de pájaros que os podáis imaginar.
Una de las grandes virtudes del pájaro sobre
el hombre y los demás mamíferos es la rapidez
con que adquiere todas sus facultades, y lo nota-
ble que es la duración de su vida. Un hombre,
hasta los veinticinco años puede decirse que no
adquiere toda la fuerza corporal, y hasta los cua-
renta o cuarenta y cinco no alcanza el aplomo,
la experiencia y los conocimientos necesarios.
Y cuando está en lo mejor del pensar y del sentir
empieza en él la decrepitud y le apunta la vejez.
Los pájaros veréis que en menos de un año llegan
a la cumbre de todas sus facultades; y en lugar
de morirse enseguida, como les pasa a los insec-
tos, empiezan entonces a vivir y a durar, y los
años no pasan por ellos, y están tan frescos como el primer día.
Se han observado casos de larga vida, en los pá-
jaros, que dejan perplejo a cualquiera. Los hal
cones y los gavilanes
y las aves de presa llegan a
vivir hasta cien y hasta ciento cincuenta años, y
lo mismo sucede con algunas aves marinas. Los
pájaros de pies prensores, como los papagayos y
las cacatúas, pueden vivir en una jaula hasta
ochenta y cien años, conservando todas las gra-
cias y toda la belleza de su pluma.
Esta larga vida de los pájaros es debida a la
sustancia ligera de sus cuerpos, y a la regulari-
dad con que comen y les corre la sangre a través
de sus venas.
Esa gran suerte que tiene el pájaro de encon-
trarse, en un abrir y cerrar de ojos, en su estado
adulto y definitivo, y entonces comenzar a vivir
como si tal cosa, es una suerte que todos los los hombres querrían para sí,
y hace que los míremos como a los representantes de la salud y la ligereza,
pues no necesitan médicos ni boticarios y pasan
una vida mejor que muchos hombres desgraciados
cargados de dinero y medicinas.
En el mundo de los pájaros, si aprendéis a cono-
cerlo y a amarlo un poco, encontraréis la represen-
tación de todas las virtudes y todos los vicios de
los hombres: también tienen entre ellos sus lu-
chas y sus conflictos. En la vida familiar de los
pájaros se encuentra el orden, la buena crianza,
el amor de los padres, el respeto de los hijos, la
buena aplicación y el ahorro, y un puñado de per-
las morales de las cuales muchas personas po-
drían aprender.
*
Al lado de las malvadas urracas y los gavilanes
bandoleros y los groseros arrendajos y los patos
golosos, encontraréis carboneros tan trabajadores
y tan pacientes que hacen unos nidos que parecen
un milagro. Veréis el sacrificio de las hembras y
el trabajo y la pulcritud de los machos ayudando
a su pareja y dedicándole canciones para que el
padecimiento le sea un poco más dulce. Veréis la
buena fe de las golondrinas enseñando a volar a
sus crías, y trabajando y construyendo sus cue-
vas de barro con un esfuerzo extraordinario, sin
otra paleta que el pequeño y delicado pico, que
parece servir solamente para arrancar las alas
de los mosquitos y esparcir el polvillo de las mariposas.
Los pájaros son siempre valientes y atrevidos:
no hay un solo pájaro que tenga el defecto de la
indolencia y la pereza. Cuanto hacen parece im-
posible y superior a sus fuerzas. Las empresas
de los pájaros, desde el punto de vista de los
elementos con que cuentan, son mucho más difí-
ciles que todas las empresas de los hombres. Los
pájaros hacen cosas tan maravillosas y tan mila-
grosas como las que se cuentan en los cuentos al
calor de la lumbre cuando hablan de Juanete El
Oso y de Juan Sin Miedo, y del chiquillo que ahogó
a las hijas del gigante.
Cuando veamos un pájaro pensemos que es una
criatura de Dios, tan necesario como nosotros
mismos, y que el contribuye a que la tierra sea
tan bella, y es una pincelada de color y una nota
musical que forma parte de ese cuadro tan bien
pintado y de esa armonía tan dulce y tan grande
que llamamos la naturaleza.
JOSEP MARIA DE SAGARRA
Dibujos de Ramón Gaya *